domingo, 4 de marzo de 2012

Elling


Hace tiempo que aprendí algo que me ayuda mucho en esta afición a la literatura, al cine, al teatro: a no fiarme de las apariencias. En absoluto. La carrera del lector o espectador es ardua, dura, complicada. A veces desasosegante, otras veces agradecida, pero nunca, nunca jamás, debe de estar condicionada por las apariencias, por las críticas, por lo que nos digan los medios. No, amigos, lo siento, la capacidad de descubrir joyas, ese libro que te conmueve el alma hasta dejarte sin habla durante varias horas, esa obra de teatro que te pone la carne de gallina cuando menos te lo esperas, esa película de la que sales con lágrimas en los ojos o la mandíbula dolorida de tanto reír, se la tiene que currar uno mismo, zambullirse de lleno en ella, sin tener en cuenta críticas, apariencias o cualquier otra consideración, como la fama o la parición en revistas. Los críticos profesionales han perdido la capacidad de emocionarse ante algo desde el mismo momento en que se han hecho profesionales, y sus críticas y comentarios valen, por supuesto, pero están influenciadas por compromisos, intereses u otros elementos que nada tienen que ver con el mero disfrute de una obra, simplemente porque ya no tienen esa capacidad. Salvo honrosas excepciones, por supuesto.
¿Y a qué viene todo este discurso? Mirad la fotografía de los personajes durante un momento, por favor. ¿Cabe algo más patético? Aparentemente, Elling es un dislate, un par de “zumbaos” declamando, y posiblemente, gritando incoherencias en el escenario, pensarán muchos. Yo mismo esta tarde proclamaba en una conversación en FB, poco antes de ir al teatro, que iba a ver “a unos zumbaos”, así, literalmente. Elling jamás se hará famosa, jamás saldrá anunciada en ninguna revista que no sea de puro teatro, de las pocas que hay.
Sin embargo, y a pesar de las premisas, había algo que me llamaba la atención de la obra desde el momento que se estrenó, y ese algo es alguien, Carmelo Gómez, del que ya he dicho varias veces que para mi gusto es, con el permiso de Rafael Alvarez, “El brujo”, el mejor actor español de todos los tiempos. ¿Se iba a prestar Carmelo Gómez a interpretar un papel de loco así, sin más? No podía ser, así que me he zambullido, sin red y sin protección, en Elling.
Y os aseguro, amigo, que hacía mucho tiempo que no he disfrutado tanto de una obra de teatro.
Elling procede de la película del mismo nombre de Peter Naess, rodada en el 2001, y procedente a su vez de la tercera parte, titulada “Hermanos de sangre”, de una tetralogía del autor noruego Ingvar Ambjomsen. David Serrano hace una adaptación, que cae en manos de Carmelo Gómez cuando este está finalizando “Días de vino y rosas”, y el actor convence a Javier Gutierrez para embarcarse en la aventura. Estos datos los he sacado de la página oficial de Elling, que os invito a visitar.
No quise leer ninguna crítica, ni siquiera el argumento. Algo me hacía presentir que la obra no me iba a defraudar, como así ha sido. El planteamiento es sencillo: dos pacientes de un manicomio lo abandonan para empezar la vida en el exterior por sí mismos. El erotómano Kjel (impresionante Javier Gutiérrez), al que lo único que parece interesarle en esta vida es encontrar a una mujer con la que acostarse, se une a Elling, Carmelo Gómez, para salir al mundo exterior, después de pasar un par de años juntos en la institución. A Elling le cuesta desprenderse de la pesada influencia de su madre muerta, a la que no puede dejar de invocar cuando algún acontecimiento le supera.
Esta es la base, el punto de partida, la premisa sobre la cual se desarrolla una obra aparentemente surrealista, de esas que, cuando se abre el telón, más de uno murmura “bueeeeeno…Otra gilipollez de gritos y tonterías”, y no es eso, nada de eso. Ni mucho menos.
Elling es la actuación en estado puro. Elling es esbozar una sonrisa al salir, con el espíritu satisfecho por haber contemplado algo grande, muy grande, la esencia del oficio de Actor así, con mayúscula. Es una obra de las que hacen afición, de las que no te duele haberte gastado el dinero para verla, de las que piensas que de habértela perdido, hubieras cometido una especie de sacrilegio. Es una de esas obras en las que sales del teatro y te dan ganas de bajar corriendo por la calle, gritando su grandeza para que nadie se la pierda. ¿No os duele a veces no poder compartir algo bueno con el mayor número posible de personas? Pues ese sentimiento es el que me ha llevado, esta noche, a colocar esta entrada.
La enormidad interpretativa de los dos gigantes, convierte en pequeño el escenario. De los cuatro, en realidad. Chema Adeva y Rebeca Montero, que interpretan varios papeles, son también magníficos actores, así como el pianista Mikhail Studyenov, que a medida que transcurre el drama va tomando cierta preponderancia.
Jamás había escuchado al final, soberbio final, poético y entrañable final, de los que ponen la carne de gallina, exclamaciones de placer y emoción de los espectadores como las que he escuchado esta tarde, incluso antes de que se apagaran las luces por última vez. Jamás me había reído tanto en un momento, y emocionado en el momento siguiente. Elling está llena de matices, de giros, de momentos que te mantienen en vilo, con la atención siempre atenta, durante toda la función.
A veces me siento triste por este vicio mío de no dejarme llevar por las apariencias, y de zambullirme sin red en todo proyecto, ya sea literario, cinematográfico o teatral, que despierte mi interés. En esta ocasión, sin embargo, me siento orgulloso de esa manía mía, porque he salido con la impresión, con la certeza más bien, de que he asistido a algo grande, muy grande.
Amigos, no os dejéis llevar por las apariencias, nunca. Que ni siquiera esta entrada influencie vuestro ánimo, pero eso sí, os animo a descubrir Elling, porque creo que no os defraudará.
Un fuerte abrazo a todos.