martes, 3 de junio de 2008

Algo perfecto. Jonathan Demme


Reconozco que comencé a fijarme en este director cuando ya llevaba bastantes años detrás de las cámaras. Sucedió con “Algo salvaje”(1986), en la que una fascinante Melanie Griffith se las ingenia para liar al siempre ingenuo Jeff Daniels (un actor por el que siento un especial cariño desde que le descubrí como el explorador surgido de la pantalla en “La rosa púrpura del Cairo”), llevárselo a un motel y vivir una noche loca, cosa que no hubiera tenido la menor importancia si al día siguiente la chica, ligeramente desquiciada, no le hubiera obligado al pobre Daniels a visitar a su madre en Pensilvania.

Lo que el inocente contable se prometía como la aventura de su vida con una escultural mujer (me enamoré de Melanie Griffith en “doble cuerpo”, de Brian de Palma), se convierte paulatinamente en una pesadilla surrealista. No se comprende que Jeff Daniels no emprenda una rápida huida cuando Melanie se cambia de ropa, abandonando su aspecto siniestro y sugerente para adoptar un aire provinciano y anodino.

En este título descubrí a Ray Liotta, un actor que casi siempre interpreta papeles cuando menos inquietantes, con una alta dosis de perversidad en la mirada y en los gestos. Encarna en “Algo salvaje” al exaltado exnovio de Melanie, y borda el papel de poco menos que un auténtico psicópata. Parece uno volver a recordar las palizas que nos daban los mayores cuando estábamos en el colegio al ver al amigo Ray zumbándole la badana al inocente Jeff, que al final resulta no serlo tanto cuando consigue, mediante ciertas estratagemas, recuperar al amor de su vida.

También asistimos en este título a una de las constantes en bastantes de las películas de Demme: su cuidada y elegante elección de la banda sonora. Se pueden escuchar temas de Laurie Anderson, John Cale, David Byrne y hasta de la misma hermana de Bob Marley, que aparece además cantando en todo su esplendor en los créditos finales. Muchos de los temas que aparecen en la película eran famosos en aquella época, sin duda la más sugerente de la historia de la música moderna. Creo que nunca se han llegado a alcanzar más altas cotas de placer musical que durante la afamada década de los ochenta, pero esa, amigos, es otra historia.

Después de rodar algunas comedias ligeras, Jonathan Demme parece renacer de sus cenizas con un título que en su día nos dejó marcados a todos los que lo vimos. Y digo marcados literalmente, porque conocí a bastantes personas que adoptaron durante varias semanas la forma de actuar del doctor Aníbal Lecter, el verdadero alma mater de la película “El silencio de los corderos”(1990), un thriller perfecto que merece estar por méritos propios en la zona más alta del altar dedicado a las películas de terror de cualquier aficionado. Infinitamente mejor que la novela homónima de Thomas Harris, “el silencio de los corderos demuestra una vez más que es posible superar la novela cuando la imaginación del director está por encima de la del novelista.

No creo que merezca la pena contar el argumento de la película. Se puede resumir en apenas dos líneas: para encontrar a un asesino psicópata que se dedica a secuestrar y a asesinar a chicas con sobrepeso para hacerse un vestido después de arrancarles trozos de su piel, la agente Starling, del FBI (sin duda el mejor papel de toda la carrera de Jodie Foster), se entrevista en varias ocasiones con otro psicópata encarcelado, el singular y ultrapeligroso doctor Aníbal Lecter (un Anthony Hopkins en la cima de su arte), al que le encanta comerse el hígado de sus víctimas regado con una copa de chianti. Aparte de la extraordinaria interpretación de Hopkins, muy por encima de las posteriores apariciones de Lecter en la pantalla, hay que destacar la hipnótica voz conseguida, para la versión en castellano, por el actor de doblaje de este hombre, el siempre magistral y envidiable Camilo García. Hopkins confesó en una entrevista que había tratado de conseguir, para su personaje, una mezcla de las voces de Truman Capote y Katharine Hepburn. A pesar de que aparece apenas quince minutos durante todo el metraje, se convierte por méritos propios en el alma de la película. La inolvidable escena de su preparación para escaparse, después de haber asesinado a los dos policías que le custodian, mientras suena el primer movimiento de las variaciones Goldberg de Bach, y el truco que emplea para desaparecer del mapa, es digno de admiración. Un ejercicio de imaginación difícil de superar, sin ninguna duda.

Descubrí después de ver la película que Jonathan Demme era tan amigo de Roger Corman, uno de los directores a los que algún día dedicaré otra entrada en este blog, que hasta le regaló el papel del jefe Burke del FBI. Corman fue sin duda el maestro del cine de terror de serie B, y eso es algo que se detecta en la película de Demme.

“Philadelphia”(1993) supone un más que digno cambio de registro en la trayectoria del director, que pasa de la comedia y el cine de terror al más puro drama. En unos momentos en los que la enfermedad del sida apenas comenzaba a mostrar su sinistro rostro, Demme elabora un producto inmejorable, tanto por su carga de denuncia como por el lado humano que refleja con todo su esplendor y crudeza.

Tom Hanks interpreta a Andrew Becket, un abogado que es despedido del bufete en el que trabaja por haber contraído el virus del sida. Decide demandar a la empresa por despido improcedente, pero no consigue encontrar un abogadoque le defienda, hasta que Denzel Washington se hace cargo del caso. Denzel, que desde el principio muestra su animadversión hacia todo lo que huela a homosexual, va mutando su espíritu y se deja cautivar por la indudable fuerte personalidad de Andrew, que siendo homosexual, no presenta ninguno de los tópicos que se les pueden aplicar. Muy al contrario, Andrew no duda en mostrarse como es ante la persona que le va a defender.

En una escena digna también de pasar a los anales (os recuerdo que este blog habla sobre todo de escenas dignas de pasar a los anales), Andrew le explica al abogado interpretado por Denzel Washington el aria cumbre de la ópera “Andrea Chenier”, interpretada por maría Callas. Una escena desgarradora, que podría interpretarse como una muestra del dolor que podía sentir en aquella época un enfermo de sida, despreciado por una sociedad que siempre le ha vuelto la espalda a los que sufren.

La película supuso la aceptación de Hollywood a la homosexualidad, o eso se dijo en su momento, basándose los entendidos en el hecho de que a Hanks le entregaran el oscar al mejor actor ese año. El segundo oscar fue a parar a Bruce Springten, el compositor de la magnífica canción que aparece en los créditos iniciales, “Streets of Philadelphia”, que suena en todo su esplendor mientras unas inmejorables tomas aereas nos muestran imágenes con lo mejor de la ciudad en la que se desarrolla la trama. “Philadelphia” es una de esas películas que hay que ver si uno quiere formarse un criterio ético, y que hay que disfrutar cuando ya se tiene. Hasta el mismo Banderas está correcto en su papel de compañero sentimental de Hanks. Al final del drama, en otra escena de gran carga emotiva, la familia de Hanks recuerda a su miembro en un homenaje emocionado y discreto. Denzel Washington, el abogado, ha acudido con su mujer, como un miembro más de esa familia. A destacar también el papel de la madura Joanne Woodward como la madre de Hanks. Una gran película, sin duda.

La acuarela que preside esta entrada es de Carmen. Una maravilla, como siempre, que te agradezco con todo mi cariño, artista.